Ese viaje ya lo había hecho, pero extrañaba el lugar. Era mi lugar y siempre lo fue. La casa de Viel en cuarentena tuvo un nuevo significado para mí. Me encontré con los olores de siempre: el de la comida con mucho comino, el de la ropa limpia colgada al sol, el de su cabello rizado recién lavado. Y sus manos, que tienen cicatrices varias del trabajo, son suaves relieves de piel seca y quemaduras. Sus dedos tocan los broches y las cucharas como si fueran nuestros pies chiquitos.
Observé a mi madre en silencio esperando ese instante mágico. Recordé las imágenes que una vez de niña había creado.
Benedita. En su nombre tiene la dicha y la carga del significado: la bendecida por Dios. Mientras afuera pasaba el silencio del aislamiento colectivo. Mientras adentro pasaba el recuento de los años de trabajo: cuidando, enseñando, jugando, creando y criando. 
Mi madre, que encontró en los niños su vocación, trabajó de niñera desde los 15 años. A esa edad llegó a Buenos Aires desde San José, un pequeño pueblo de Catamarca. Varios fueron los años dedicados a enseñar y cuidar. Pienso en la dicha que tuvieron esos niños aprendiendo a vivir en este mundo junto a ella. Saber que con mi hermana no fuimos las únicas en disfrutar de su amor y la voz suave de su llamado, es mi satisfacción.
Las imágenes de mi madre, la trabajadora, la maestra, la compañera, permanecen en cada rincón de la casa de Viel. Sin buscarlas aparecieron. Y tuve la fortuna de vislumbrarlas junto a ella.
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